viernes, 8 de mayo de 2020

PARECÍA UN VIERNES CUALQUIERA

PARECÍA UN VIERNES CUALQUIERA

Parecía un viernes cualquiera. Salía de clase a las 16:00 en punto para ir a teatro y a las 17:00 venían a recogerme a la puerta del colegio, siempre con una sonrisa, un “qué tal”, un abrazo pegajoso y mi merienda…

La sonrisa me ponía feliz. Me recordaba lo mucho que me apreciaba aquella persona que me venía a recoger todos los días a la misma hora. Me hacía sentir importante, parte de algo.

El “qué tal” hacía que mi mente viajase por los momentos más bonitos, divertidos, tristes o coléricos del día. Viajaba al instante en el que mi profesora me había dicho lo bien que me quedaba mi nuevo corte de pelo. Me transportaba a la guerra de cosquillas con mi mejor amiga. Me llevaba al pañuelo de papel lleno de mocos y lágrimas después de haber tropezado en el patio. Me desplazaba a la rabia que sentía cuando alguien no me comprendía.

El abrazo pegajoso me llenaba de amor pero me daba vergüenza que mis amigos lo vieran y me apartaba para disimular que me encantaban los abrazos. He de confesar que desearía quedarme eternamente en uno de ellos, en el más pegajoso de todos, en el abrazo pegajoso chicle de melón con pica- pica.

Mi merienda me devolvía la energía que había gastado jugando a lo que nos proponía nuestra profesora de teatro… Siempre algo inesperado e impredecible. Nos dábamos duchas de energía creativa. Hacíamos el saludo al sol todos juntos. Jugábamos al “ji, ja, jo”, cada vez con más precisión. Saltábamos, hacíamos la croqueta por el suelo, corríamos, volábamos… Poníamos música y bailábamos a lo loco, dejándonos ser, permitiendo que el cuerpo explorase nuevas calidades de movimiento. Nos transformábamos en animales salvajes o piratas o dragones o astronautas o mosqueteros o héroes o pastores o fugitivos… Le dábamos la vuelta al mundo subidos a una alfombra mágica. Nos inventábamos una historia entre todos para poder encarnarla por medio de improvisaciones. Montábamos espectáculos con presentadores, actores profesionales y público. Nos dábamos abrazos colectivos, hacíamos promesas de corazón y compartíamos lo que habíamos aprendido juntos. Cada vez nos queríamos más y nos lo demostrábamos a través del respeto y el cuidado. Gastaba muchísima energía y, por eso, necesitaba mi merienda.

Parecía un viernes cualquiera pero no lo era. De eso me doy cuenta ahora. Ahora que los viernes han dejado de ser viernes. Ahora que no vienen a recogerme porque no salgo. Ahora que no hay clases de teatro y tampoco meriendas como las de los viernes a las 17:00 en punto.

Me he dado cuenta de que no sólo se aprende en la escuela. Que se aprende siempre que se observa y, sobre todo, cuando se tienen en cuenta los detalles más pequeños.

He aprendido que las sonrisas son regalos y que sirven para alegrarles el día a las personas que tienes a tu alrededor.

He aprendido que no siempre salen sonrisas. A veces, uno se siente enfadado, triste o avergonzado y es igual de maravilloso. No hay emociones “buenas” o “malas”, lo importante es respetar cómo me siento yo y cómo se sienten los demás. Para eso está el “qué tal”, para saber si mamá necesita una sonrisa, un chiste o un abrazo pegajoso chicle de melón con pica- pica.

He aprendido que las cosas cuestan trabajo, esfuerzo y tiempo. La deliciosa merienda de los viernes que me prepara mi abuelo es fruto de horas de trabajo, un trozo de bizcocho de chocolate hecho a mano no cae de un árbol. Tampoco las manzanas ni las calabazas salen de un día para otro, ni la sabiduría de mi abuela aparece de repente, ni las casas se construyen solas, ni mis padres se quieren de la noche a la mañana… Todo es cuestión de tiempo. Y, por eso, desde ahora voy a exprimir hasta el último segundo.

He aprendido cuál es el verdadero secreto del teatro. Lo que creía que era diversión se ha convertido en salvación. El teatro me ha enseñado que puedo volar sin alas, que le puedo dar la vuelta al mundo sin moverme del sofá, que puedo sentir el cariño de mis mejores amigos aunque estén lejos, que puedo ser lo que quiero ser, que puedo aprender de todas las emociones, que la poesía se esconde en cada mirada y la música suena cuando me dejo querer, que le puedo hacer cosquillas a la vecina del edificio de en frente, que puedo hablar con los animales y pensar como otras personas si realmente me concentro, que hay una infinidad de mundos dentro de cada uno y que nunca está de más ponerse en el lugar de los demás… solo necesito imaginación. Eso es el teatro: lo que transformas en la realidad mientras juegas a imaginar.

He aprendido que nunca se deja de aprender.

He aprendido a ser más agradecido, a valorar lo que tengo antes de perderlo.

He aprendido a que no existen los “viernes cualquiera”. Todos los viernes de mi vida son diferentes y, por ello, especiales. Son especiales por todas las personas que me recuerdan que la vida es una aventura maravillosa.


Este cuento es un pedido especial para mis alumnos de teatro de la escuela Ponce León. Mis pequeñines con brillo en los ojos, travesuras bajo la manga y corazón puro. Forma parte de un proyecto de arte- educación de la compañía Residui Teatro (programa CES de Erasmus +), centrado en crear "PUENTES" entre la comunidad y el teatro, utilizando el arte como herramienta de transformación personal y comunitaria. Gracias a Viviana Bovino por llevar a cabo este tipo de iniciativas que considero necesarias para el crecimiento de la sociedad.








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